No sé si vienes a pedirme mi bendición o simplemente una toalla. Estás ahí quieto, paralizado en el quicio de la puerta, mirándome con ojos vencidos, empapando el zaguán por no atreverte a pasar. Doy una trago a la cerveza y al alzar los ojos, nuestras miradas se entrechocan dentro de ese pequeño universo que conforma la madera de la entrada, allí donde hace casi un año empezó toda esta historia absurda. Donde tú me rompiste los pantalones después de jugar al dominó por las esquinas a base de besos que no ven más allá de los labios. El exceso de cerveza tampoco ayuda a concebir amores rectilíneos. Desde entonces, de vez en cuando, continuamente, tomábamos las curvas más peligrosas y nos encontrábamos en algún bar. Nos invitábamos a la penúltima mientras tomábamos nota de los gestos, no fuera a ser que esta vez nos equivocásemos. Pero nunca dejábamos lugar al error ni llegaba la última copa. La bebíamos labio a labio, hasta que tu sabor se me inyectaba en el cielo de la boca.
Jamás llegaste a desayunar en casa, ni yo quise que asi fuera pero el día de mi cumpleaños apareciste con una botella de ron añejo y la banda sonora de mi película favorita. Nos desnudamos despacio y reinventamos acordes antiguos. Los dos sabíamos que estábamos compartiendo el último acto de una sátira cuyo final había ardido junto con otras cosas inverosímiles. Que ninguno de los dos reconoceríamos una melodía de cuento porque no sabíamos creer en ellos. De madrugada, quise desandar tus vértebras huyendo a por algo de beber y antes de abrir los ojos oí la puerta al cerrarse. Cerré los ojos de nuevo sabiendo que no se pueden perder las cosas que nunca llegan a suceder.
No sé que hago en la puerta de tu casa, empapado, con las manos desnudas temiendo mojarte el pasillo de verdades silenciadas a golpe de experiencia. No sé que decir, el frío me congela las mandíbulas y tu frío convierte en escarcha las palabras. Es difícil explicarme y explicarte que demonios hago a estas horas recorriendo caminos ya agotados. Al mirarte, a lo lejos, nos reencontramos allí mismo, un año atrás, desnudos y extraños aunque preparados a reconocer el terreno para señalizar correctamente los precipicios. Allí donde estaba dispuesto a arrasar con cualquier impedimento entre mis manos y tu cintura, aprendiéndome cada trecho. Que llevaba días siguiéndote por las calles, escondiéndome tras los periódicos, resbalando tras tus pasos. Hasta que llegó la noche de la ropa hecha jirones y la última copa calando las sábanas.
Los días posteriores se convirtieron en una circunvalación en la que, de vez en cuando, encuentras el bar correcto, tus ojos aguantándome la mirada y de nuevo el mismo umbral, el mismo sabor y la piel llena de arañazos. De esos que más escuecen cuanto menos quiero pensar en ti, traicioneros agazapados bajo la piel. Nunca quise verte despertar, prefería reconstruir mis pasos, tomar un café y dormirte en mi propia cama. Esa en la que nunca llegaste a dejar rastros. Sin embargo un día de octubre cumplías 25 años y a mi me venció el certero color de tu recuerdo y después de tanto tiempo, sin querer, apuré el saldo de caricias sembrándolas en tu ombligo. Notaba de antemano los números rojos al borde de tus uñas pero no pude más que extinguir cada uno de mis besos en 25 retazos de tu piel.
Después me marché, dejándote dormida, sin querer una vez más verte despertar, sin querer una vez más, despertar yo.
Es una línea delicada, trazada con tiza roja por toda la ciudad, que se dedica a ascender a los árboles y a penetrar las alcantarillas, no se ahoga en los aviones y sabe nadar a la perfección. Está agotada de que la pongamos a prueba cada vez que la tormenta eléctrica entra en la habitación y me pone los pelos de punta y tus ojos y tu pelo y tu piel intacta al contrario que la mía. Aunque se te note el temblor en los pulsos porque ambos vemos esa línea que nunca deb(i/e)mos cruzar. La rodeamos, la acariciamos y la observamos como la presa herida de un cazador ambidiestro. Son las rejas inservibles que nos impusimos en aluvión para trabar nuestros pasos, el cerco de seguridad inviolable.
Nunca hicimos sonar las sirenas, fuimos precavidos y siempre nos besamos en el mismo filo de la frontera.
Foto: Sherezade
Sonando: "Estoy muy bien" de Extremoduro
Iba camino del infierno, aunque pareciese el fin del mundo, aunque mil manos me insistían en que la intencionalidad es la única capaz de elevar la temperatura del destino, yo sabía que, al final de aquella carretera, sólo podía esperarme la condena a trabajos perpetuos, forzándome a silenciar lo que aún no había conseguido decirme ni a mí misma. Que me especialicé en negarte y ahora no puedo caminar al revés sobre mis pasos, intentando limpiar las marcas en la arena, subiendo la marea en un cuadro que aún no sé ni componer. No sé si estás, no sé ya dibujar tu contorno, así que sólo eres una sombra difusa tiñéndome los dedos de lágrimas calladas. Derramándose con la primera excusa que sobrevuele el momento, antes que reconocer, a ti y a mí, que conduzco sin seguro en este camino al infierno, que dejé la amistad esperándome en la última estación y ahora sólo pienso en desandar tus labios.
Y callar injertándome los silencios allí donde guardo el último beso que no nos dimos. Trasplantándome allí también los besos que me he callado, las palabras que no te he esparcido por la piel, rodeados de fotos en un sobre azul, con tanto miedo que lo único que no me tiemblan son las ganas de decirte esto. Y eso da, tanto, o más miedo. Mis manos tienden al suicidio aunque no quiera recordarme (más de tres veces cada segundo) que apuñalo las pupilas por saber que en esta estación no venden billetes de ida y vuelta, retiraste tu maleta de taquilla y emprendiste el camino de la mano de otras manos. De esa culpa, de la mía y de los siempre tarde que he compuesto por todas las calles de esta ciudad, es de lo que está compuesto este infierno. Que entre el fuego, el tiempo y la culpa otra vez, no sé si más allá de este nudo de carreteras, seré capaz de componer la sonrisa en el mismo lugar que la dejaste.
En este sendero, estúpido por conocido, adverso y sin sentido, solo sé caminar de puntillas, avanzando y retrocediendo en silencio, con el temblor de despertarte junto con el de no hacerlo, renegando de las migas de pan y convocando mi alma a misa de doce a ver si allí podemos hacer algo con ella, que mientras tanto, sigue condenada a deshojar todas las margaritas que un día le dejamos sembradas con acento ajeno.
Así que yo voy a limitarme a cerrar las persianas intentando evitar todos los aullidos, no vaya a ser que entre tanto despropósito se escape alguna palabra con sentido y sin consentimiento. Esta vez seré yo la que te espere, en el aeropuerto, más allá del infierno.
Sonando: "La persiana" de Albertucho
Hoy dejo este hueco a un amigo que se va...
Esa canción llega con seis años de retraso, o puede que con sólo dieciocho meses según me ataque la memoria. Dieciocho meses desde la última vez que sombreé tus vértebras sin necesidad de papel y lápiz (aunque la tercera no fue la vencida). Desde la última vez que te oí soñar sin necesidad de recuerdos (y tú escuchaste, evitando la anestesia previa, mi corazón). Dieciocho meses desde la última vez que me atreví a besarte. Con el mismo miedo que la primera vez que lo hice seis años atrás.
Aunque también puede ser que esa canción llegue en el momento correcto, exactamente cuando cayó la última lágrima frente al espejo y fue sustituida por un grito hipócrita y salvador: “los relojes que me echan las cuentas y no han entendido, que no me he rendido, quise fracasar” , que siempre fuiste demasiado para mi y no llegué a saber quererte (bien) desde tus tobillos, quise atarme al mástil inflexible de tus piernas para que las sirenas no llegaran a los tímpanos, pero ya era demasiado tarde: había estrellado la partida contra los acantilados franceses. Una y otra vez. Por eso puede ser este el mejor momento para volver a irme. Nunca logré encontrar el as en la manga asi como nunca logré encontrar la forma de decirte, antes y ahora, que te quiero.
Es curioso esta forma de comunicarnos tan absurda, siempre con un tren esperándonos en la nuca, cuando nos apura el tiempo y sabemos que no queda espacio para una réplica, aunque creo que es una forma de negarnos que la deseamos tanto que duele, es una forma de no decirte, de no reconocer al fin, que ninguna de las veces me retuviste y mi cuento favorito no era “El principito”. Que no he sabido reconocer que mi almohada servía de mapa a los pasos que dabas fuera de ella.
Tú me dejaste marchar y yo no pude nunca hacer lo mismo. Sé que a pesar de estas líneas seguirás impresa en las suturas de mi piel aunque me deshaga de ella y la queme en una pira en tu honor. Las cenizas de ese suicidio incendiario seguirán oliendo a ti. A tus manos frías de ojos verdes y sonrisa-red. A todo eso que nunca te dije y con lo que no voy a ensuciar este texto ahora. Sé que nunca sabrás a ciencia cierta lo que significas para mí escriba lo que escriba ahora.
Tú me dejaste marchar y yo nunca pude hacer lo mismo contigo, nunca fui capaz de ver que ya no estabas, puede que por eso, sea yo hoy el que se marcha. Y aún allí, te llevaré conmigo. Me corten la lengua si miento. “Que mala muerte me venga o me rebanen la lengua, si te quise querer mal, tu me diste tanta fiebre, yo te di perro por liebre y no(s) quedamos en paz” .
Eneko H.E
Te fuiste y sólo fui capaz de retenerte en el espejo. En esa última mirada atrapada en el tiempo líquido que se nos escurría en las manos, tiñendo de plata vieja los escasos recovecos que nos quedaban. Ya no existía lugar para el recuerdo cuando estalló tu imagen en mil pedazos repletos de mala suerte, al compás de la puerta tras de ti. Escribí un adiós asonante en el suelo y me propuse quemar todas las rayuelas cuya meta no fuera tu cama. Y ya de noche, me acosté dejando encendida la luz de las puertas abiertas, por si acaso se te ocurría regresar…
… más raro fue aquél verano que no paró de nevar…*
Tú me enseñaste que no valía tan sólo con un “mi niña” (léase la minúscula) pronunciado a media luz, que las manos necesitan confirmar los votos que se encasillan más allá de las pupilas, con los latidos dispersos (o concretos según se mire), con los ayeres anclados a las tinieblas y con todos los miedos. Me enseñaste a caminar levitando por tus muslos mientras se te/me estremecía un te quiero tan dentro de la piel, que tatuaba los órganos vitales y se diluía en el torrente sanguíneo. Construyéndose un futuro al abrigo de todos los pretéritos. Me enseñaste a querer de verdad, sin nudos, sin grietas que exigen ser rellenadas, me enseñaste a temblarte desde dentro. Aunque ya estuvieras fuera.
Tú me enseñaste a llorar a escondidas, a morderme los nudillos, a tensar las mandíbulas con la fuerza ajustada para que no salte todo por los aires. Bang y heridas de metralla en los globos oculares por no querer abrir los ojos a tiempo completo, para ver que tan sólo me querías a medias tintas. Me enseñaste a quemar las sábanas cada mañana, jurándome olvidarte como quien quema velas en sus propias entrañas y sin pedir ofrendas. Jurándole de nuevo cada noche a tu piel, deshacerme de los rastrojos de nosotros a base de cal viva incinerándome la memoria. Me enseñaste todos los cuentos populares sin quererme, sin aprendértelos, todos repletos de brujas y dragones, todos ausentes de manos tendidas. Y con el último érase una vez, yo sólo pude responderte que siempre se me atragantaron las perdices.
Sonando: "Aunque tú no lo sepas" de Los secretos
Foto: Sherezade
Nunca creyó en príncipes azules y puede que por eso se decidiese a contar cuentos para teñirlos con su propio color. Llora a veces, siempre a escondidas, para no romperle los ejes al mundo, para no preocupar y así poder seguir deshaciendo guijarros a miradas fijas. Tiene los dedos finos, los ojos verdes, las piernas infinitas y la sonrisa de regalo. Si te la encuentras en un bar, no te aguantará la mirada por miedo a que le leas todos sus miedos y si quieres invitarla a una cerveza sólo la aceptará con la condición de pagar ella la siguiente.
Yo nunca creí en cuentos de hadas, ni en finales felices (ya sé que tú tampoco). No creí en amigos eternos, lágrimas de alegría o distancia cercana. Era incrédulo con treguas (o no treguas), diálogo, alianzas o idiomas comunes, desconfiaba con igualdades reales, con amor verdadero y felicidad a sorbitos para siempre. Ahora creo en todo ello. Aunque haya quien crea que sólo son cuentos, yo sé que puedo confiar ciegamente en ellos, si en ellos confías tú.
La foto es de Shin
Sonando: "Papá cuéntame otra vez" de Ismael Serrano
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