Existen veces en las que creo que todas las partículas de luz se han detenido de golpe. Luego las veo, mecanografiando soplos ficticios en los capilares que rozas, sin profundizar, porque si te dejase hacerlo acabarías por anegar las bodegas y el avión que siempre perdemos se iría a pique. Eso, el amanecer de fuegos artificiales (o fuegos fatuos según el ciclo de tus pupilas), sólo sucede con la triangulación adecuada de planetas: Brillo de ojos y sonrisa sin viento. Tu brillo de ojos y tu sonrisa sin viento. Para cuando quiero darme cuenta, he caído en tus bermudas y no sé sacarme tu espina del tuétano. Ni tu luz de las venas. Otra vez.
Me convierto en luciérnaga sin que lo sepas e intento construirme en piedra, al borde de tus quebrados, para que no encalles ni te rompas. Pero me retuerce los tímpanos el saber que dependo de la irradiación de tus manos mucho más que de la dureza del colchón (aquél en el que no duermes), más allá del roce desconocido de tus muslos (aquellos que no alcanzo). Porque ni he llegado a besarte en los mares de nubes en los que sueles mecerte (y en los que te imagino cada madrugada) pero en la oscuridad de tu vacío (la no presencia de tus labios en mi estómago) me devora el egoísmo de la desesperación vacía y me digo que llegará el día en que me inyectaré tu luz directamente a la femoral. Aunque así deje el mundo a oscuras.
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Foto: Shin
Sonando: El ruido del tráfico a las 5 sin ti
A Natxo, porque a veces necesitamos que nos recuerden estas cosas y a Urko, por recordarme estas cosas cuando lo necesito.
Hoy me ha dicho mi ángel de la guarda que existen agujeros negros come-sueños. Y me lo ha dicho así, como quien no quiere la cosa, como quien pide un cigarro o quien da un beso sin esperar nada a cambio. Como se dicen las cosas más importantes.
Después me ha explicado, escondiéndose en las turbulencias insensatas de los gritos de la calle, que algunas veces nos topamos en las aceras con estos nichos oscuros, van buscando ceños fruncidos, miradas en los zapatos, labios apagados y manos vacías. Si las encuentran, se cobijan bajo las cejas, en los huecos de los párpados, y lanzan con arpones un velo absorbe-luces hasta los salientes de nuestras mejillas. Se nos oscurece el zumo de la mañana, nos flaquean las rodillas y todo se tiñe del púrpura de lo agrio sin razón (aparente) para llorar. Caminamos por la calle mirando sin ver y las horas se transforman en norias que nunca terminan de subir, siempre a ras de suelo, flotando en una charca en la que ni siquiera somos capaces de probar a ver si hacemos pie. Y nos convertimos en vampiros rehuyendo del chispazo del sol, pero eso no es lo peor. Los agujeros negros come-sueños nos incapacitan para creer en nosotros mismos, en nuestras manos, en la fuerza de nuestras palabras y actos. Nos inmovilizan las ilusiones, almacenándolas en el cuarto oscuro de nuestra memoria, donde cubrimos de ogros las ventanas para no mirar más allá. O incluso más acá. Las playas se convierten en desiertos y los Everest aparecen sembrados en cada uno de tus campos de trigo.
Ahora los noto prendiéndome las pestañas y quiero creer que existe una cura. Que no salvaré el mundo pero me dejaré los nudillos en mejorarlo y eso ya vale algo. Vale más que nada. Así que ensayo las sonrisas intentando hacerles caer, precipitando su marcha del rincón en el que devoran las ilusiones. Y parpadeo a conciencia para recobrar la gama cromática digna de todo lo que tengo alrededor. Que es más de lo que soy capaz de ver.
Recupero las cosquillas y la capacidad de sacar la lengua a los ventanales mientras noto el calor que se extiende como los trenes de alta velocidad que llevan a los amantes al andén número 1. A mi lado, mi ángel de la guarda sonríe de lado y da un sorbo a la cerveza. A media voz vuelve a recordarme que en el horizonte se encuentra nuestro límite, nunca antes ni después, allí, junto a la hamaca del sol se incendia nuestra frontera.
Y le creo. Cualquiera le lleva la contraria a su ángel de la guarda…
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